El callejón sin salida donde habito

Volvía todos los años a mi calle, apenas sabía nada de qué pasaba durante mis ausencias cerca del mar tras el traslado de la fábrica de mi padre a Barcelona, sólo deseaba en cada regreso que derribaran la frontera de ladrillos y que por fin fuera asfaltada. No sabía lo que ahora entiendo. Una mañana de marzo quitaron el muro, en su caída los graffitis se convirtieron por un segundo en frescos barrocos, en el suelo de arena los colores parecían retorcerse de fastidio, incluso ese corazón negro achatado que rodeaba al “te quiero”, que algún trasnochado fijó con afán de notoriedad, no pudo resistir el golpe certero de la maza del operario del ayuntamiento, tan de azul vestido que no parecía que pudiera hacer daño a nada. Luego esparcieron el alquitrán, cubrió primero las juntas para luego engullir todos los adoquines, con su gris y sus arañazos de gato, terminaron con el traqueteo de los coches y con mi idea de que cualquier día aparecería el tranvía destino Puerta de Toledo. Ya cuando llueve no se forman esos charcos cuadriculados con peces brillantes hechos de aceite de motor. La morera que presidía el callejón era un estorbo para el plan de rehabilitación que perpetraban, dio lo mismo sus tres pisos sin ascensor con vistas al despertar de Madrí, ni las catedrales de los gorriones, ni su arrugado tronco les dio pena, no valía para nada, así que se organizó la deportación de sus gusanos, entre leves protestas con pancartas de seda, a otros árboles menos jugosos y se taló, un martes cualquiera, sin una oración o un acto de gratitud por tantas sombras prestadas, o por los cuartetos improvisados cuando aparecía por el envés de sus hojas el viento de Mediodía con su aliento de pobre. Olvidaron a los niños, yo estaba allí, con mis pantalones cortos y mis zapatos ortopédicos jugando a las carreras de chapas relucientes o a los maravillosos oráculos que eran las canicas de porcelana, todo por venir decían, y decían bien. Todavía recuerdo la alegría de no ver el muro y el color negro del asfalto rezumando profundidades y modernidad, no sabía entonces que mi niñez quedaba también en la guirnalda rojiblanca de la obra.
Hoy sigo viviendo en la calle de Pedro Martínez, un nombre simple para una calle pequeña, no debió de merecer más su homenajeado. A menudo en estas madrugadas de calor e insomnio le da por pelear a mi almohada y me echa al balcón, mientras un cigarro me consume observo el zigzagueo de los gatos entre los coches aparcados, y no están los adoquines, ni el muro, ni la morera, y mis pies ya no son planos. Me contento pensando en las cosas que permanecen inmutables, como su estrechez o sus cinco farolas de luz anaranjada o sus toldos verdes y azules o el cartel eterno y desgastado de se vende o se alquila del garaje. Disfruto al ver a algún que otro canario encerrado en su jaulita desvelado como yo con los maullidos famélicos y monocordes, poca cosa, ya lo sé. Cierto es que cada vez en las ventanas, ya con rejas o sin cortinas, quedan menos caras conocidas, se fueron a otros barrios con sus macetas a cuestas, a otras ciudades mas alegres, con castaños y acacias y un hipermercado donde pasar las tardes calurosas, o más lejos quizás. Y los niños no juegan ya a nada que no tenga teclas o esté fabricado en Taiwan.
Desconozco si serán felices esos niños como yo fui y soy en este callejón sin salida donde habito, siempre me gustó llamarlo así, donde la ciudad es paisaje que surge pasados los cipreses, un callejón al que le abrieron por fin la boca aunque no tenía nada nuevo que decir.

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