César no tenía don de gentes, la estricta vigilancia y sobreprotección a la que le había sometido su madre en la infancia había dejado como secuela una timidez en la sonrisa que rozaba la apatía. Jocosamente le conocían en el barrio como “César el Impasible”. Su único vicio era el trabajo y esa suscripción mensual a la revista de pesca que editaba su primo desde Logroño. Nunca llegó a desembalar esa caña que le regalaron los proveedores de salmón ahumado. César era camarero de un pequeño bar llamado “Amarilla” al final de la calle Mayor de Madrí. No era un camarero cualquiera, era lo que conocemos como un profesional de la hostelería. Daba gusto verle atender con su mandil condecorado de manchas a los habituales del café matutino: funcionarios quejicosos por la temperatura de la oficina o simplemente de antaño, barrenderos fosforitos sin escoba ni reloj, dos o tres albañiles adictos al brandy con periódico deportivo y alguna mujer que por cercanía de su ordenador aparecía por allí, ingenuamente. Este último es el caso de Mayte. De ojillos sin azul pero franqueados por infinitas pestañas, tenía tendencia a reír y llorar en el mismo segundo, si la coincidencia de éste era con su pestañeo el espectáculo era estremecedor. Su cuerpo no era ya el de una niña recién licenciada, a pesar de ello su escote era firmemente generoso todavía y la elegancia que tenía en el vestir siempre combinaba con su pelo azúcar moreno y sus zapatos. La boca ancha, sus labios maravillosamente asimétricos. Los viernes le rebosaban los besos por las comisuras con ganas de luna. Él paseaba sus ojos en ese relieve tierno cada mañana, con las pupilas hechas hormigas de antenas a ras de carne. Él no quería reconocerlo pero se había enamorado. Era la delicadeza al coger la taza, su soplar y sorber suavemente el café, su aire cosmopolita al desnudar sus ojos de las lentes para leer, anudándolas y posándolas en una esquina del mundo. Era su voz sencilla y pausada, su conspiración ante la velocidad de la vida, era todo y era nada.
A Mayte le gustaba, a pesar de su dieta permanente, acompañar de un churro al “café con leche caliente en taza mediana y un vasito de agua, por favor”. También le gustaba repetir lo mismo todos los días, a pesar de que la memoria al otro lado de la barra fuera un prodigio que unía a más de cien clientes con su desayuno sin error. Pura rutina.
César sabía que las palabras eran caprichosas, habían decidido que no les gustaban sus recodos solitarios, y él tenía algo que decir, algo que atormentaba los domingos de libranza en el parque con sus sobrinos, dos gamberros rubios y rosados que le hacían recordar lo mayor que se estaba haciendo poco a poco. A diario era la máquina precisa que armoniosamente componía desayunos, modelaba las cañas con estilo talaverano y manejaba el diapasón de la cafetera, del microondas y demás electrodomésticos que componen la coctelera de un bar. Los domingos no. Los domingos era una tristeza acorralada en un páramo. Los domingos no existían para César.
Un día le visitó la inspiración cual cartero en bicicleta. Pensó que lo que tenía que decir lo podría hacer a su manera, evitando tartamudeos inútiles y esas erupciones cutáneas tan desagradables que le salían cuando se ponía nervioso, raro era ese momento. Habló con su amigo Luis, menos introvertido que él pero con gusto mas por escuchar que por decir. Todos los días le traía a primera hora la ristra de churros y porras previstas para los desayunos. Sin comentarle su fin le preguntó sobre la posibilidad, idea absurda pero fascinante, de hacer un churro con forma de corazón. Luis, a pesar de no entender nada, apeló a sus conocimientos como maestro escultor churrero, treinta años en la profesión dan para eso, también para la procesión de cicatrices por quemaduras de sus brazos, y sin hacer ninguna pregunta, confirmó lo que César ya sospechaba, que sí. El resto ya lo podía hacer él.
Llegó el día, las ventanas estaban abiertas de par en par desde primera hora para refrescar el calor, de las máquinas y del verano, e intentar minimizar el olor a fritanga, olor que acompañaba al “Amarilla” desde el día siguiente de su inauguración, en 1987, hasta hoy. Mientras mecánicamente colocaba la trilogía de platos, sobrecillo de azúcar y cuchara pequeña, su mente esperaba inquieta las llegadas. Había comprado el mejor café de todo Preciados, el Arábica Premium en grano, en la lechería pidió la botella de entera fresca, la que tiene una fecha de caducidad mínima para mantener todo su sabor, sacó las tazas nuevas y las quitó el polvo a conciencia dejándolas brillantes. Todo preparado con el delantal limpio.
Por la puerta apareció con la cara satisfecha Luis, adelantado de la hora normal, traía su creación perfectamente envuelta en papel marrón aceitoso a parte del resto del pedido. La desenvolvió como si fuera el cristal más fino que jamás se hubiese fabricado. Brotó sobre la barra un corazón grasiento y simple y bello. Los surcos eran trincheras pacificadas, tenía el mismo color que el sol de agosto desperezándose del mar. Un corazón que no latía, pero un corazón.
Trasiego de gente, humo de cigarros, sonido sin premio de tragaperras, caras de poco sueño, son las 8 y 47 minutos, baja los dos escalones un vestido amarillo pálido rubricado con dos volantes, detrás va Mayte. Inmediatamente después de advertir su presencia César enciende la moledora de café con un puñado del Arábica. En segundos el aroma se filtra por las fosas e incita a la inspiración profunda. El café recién molido pasa a la cafetera Express, y después a la taza reluciente acompañada de la trilogía. La leche fresca se calienta a punto de espuma que vuelca sobre el café. Se confunden los líquidos a imagen de desembocadura. En plato aparte el corazón sobre servilleta de doble capa, al lado del vaso de agua con hielo. Mayte observa la escena con normalidad, nada extraño le aparta de sus pensamientos, de su fastidio de miércoles, no le sorprende ni el corazón posado en la servilleta ni la extraordinaria crema de la taza, las vacaciones que había previsto se habían trastocado por un error en la Agencia. Cogió el corazón-churro y lo dividió en dos como tantas veces, ni siquiera se percató de la sombra que estaba enfrente mirándola, lo ahogó, ya despedazado, ya sin su forma cardiaca en el epicentro del café traspasando la crema fácilmente, al saborearlo le vino a la mente la estupidez del agente de viajes que había confundido las quincenas. El sonido del timbre del microondas despertó al camarero de su ensoñación.
Siguió a lo suyo, a la rutina de profesional de la hostelería, sacó el pincho de tortilla caliente del micro, cargó la moledora de café ordinario y llenó de leche fría semidesnatada la jarra de acero inoxidable. Atendió a un cliente nuevo con maletín y memorizó por si regresaba algún día su petición. Cobró dos descafeinados a dos descafeinados. Le dio cambio para tabaco a uno de los tres albañiles que tenían como fondo el verde de saltamontes viejo de las paredes del bar. Escuchó el pitido del claxon del repartidor de cervezas y preparó el dinero para pagar. Tenía el corazón quemado, miraba los posos del café de Mayte y el blanco de sus ojos brillaba como sus tazas nuevas. César, César el impasible, tuvo ganas de llorar. Y no lloró.
Por la calle Mayor de Madrí, mientras Mayte parpadeaba, una bandada pequeña de golondrinas, volaban equidistantes, sin sonido, como en un desfile militar.
Que historia más bonita, pero también, podía tener un final feliz, no? me encanta como escribes. Un saludo
El otro día, no sé porque me acordé de ti, y te encontre, sin buscarte, quizas quiso el destino, que volviera a saber de ti, quizas, es una broma, no se, quizas………nunca sabemos que nos depara, el destino, ni quien nos admira en secreto, ni a quien admiramos nosotros, pero son esos pequeños, sueños, los que nos hacen levantarnos cada mañana. Es muy emotiva la historia, a quien no le ha pasado eso, en el tren, en una cafetería, quien no se ha enamorado, de alguien, que no conocía, será la energía, no sé…………………Un saludo